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Lee aquí el Capítulo 4
La N-332 era una de las carreteras secundarias más peligrosas de todo el país, especialmente en la Comunitat Valenciana. Dos puntos negros se ubicaban en ella, uno entre las zonas urbanas de Favara y Sueca, y otro en el término municipal de Gandía. En 2015, estos tramos de riesgo sumaron 25 accidentes, y allí se dejaron la vida diez personas. La tendencia no había cambiado en los años posteriores.
Esa mañana, al parecer, la lista iba a seguir aumentando. El inspector Vallejo descendió de su coche con gesto cansado. El viaje le había ocupado cerca de una hora, en la que había tratado de despistar al sueño haciendo cábalas sobre lo acontecido en las últimas veinticuatro horas. Un enigmático mensaje, una nota inquietante en una casa que posteriormente había ardido en llamas y un extraño suicidio. ¿Podía estar todo eso conectado?
-Cuéntame Miguel-, le instó Vallejo al subinspector Herraiz.
-Al parecer el coche se salió de la carretera en esa curva de ahí. Iba a gran velocidad, por lo que el impacto al salirse del arcén fue mortal. Estamos barajando distintas hipótesis como que el conductor se durmiera o que reaccionara tarde, debido a que todavía no era de día y pudo verse encima de la curva, pero no se descarta nada. Hay dos víctimas, señor.
El inspector calibró la situación. ¿Por qué le había dicho Herraiz que este accidente podía ser importante? La zona estaba a unos setenta kilómetros de la capital, y los factores expuestos eran totalmente usuales en accidentes de esa magnitud. Estudios habían demostrado que seis de cada diez conductores reconocía haberse dormido al volante, lo que suponía un importante porcentaje de accidentes mortales. Especialmente vulnerables en ese sentido son los jóvenes, que cogen el coche a altas horas de la madrugada y pueden sufrir estos efectos, muchas veces combinados con los del alcohol o las drogas. La zona de Gandía era una de las más importantes a nivel de ocio en toda la autonomía, y por eso era especialmente peligrosa.
-Llévame hasta el siniestro, por favor-, espetó Vallejo.
El subinspector le hizo un gesto afirmativo y lo guió hacia una curva pronunciada, en la que el guardarrail había sido arrancado de cuajo por la furia del golpe. No había signos de frenada en la calzada, por lo que Vallejo intuyó que, como había dicho Herraiz, el conductor debió ver tarde la curva, si es que había llegado a apreciarla. El coche se había estrellado contra un muro que se encontraba a unos veinte metros, y tenía el morro destrozado. También gran parte de la carrocería era ahora un amasijo de hierros. Aun así, Vallejo adivinó que se trataba de un Range Rover Evoque de color rojo. Su tonalidad disimulaba la sangre que había salpicado el vehículo. Los pasajeros debían haber muerto al instante.
-Hace un rato que los bomberos han conseguido excarcelar los cuerpos, y ahora nuestros técnicos están trabajando en averiguar sobre el terreno las causas del accidente-, dijo Herraiz.
Vallejo suspiró y se dirigió hacia el coche. La imagen que presentaba era dantesca. Los airbags habían saltado pero no habían evitado la tragedia. El guardarraíl había amortiguado en parte el golpe, pero el impacto había sido feroz. El inspector trató de hacer un ejercicio de conciencia y distinguir los elementos básicos de un automóvil. Poco podía hacer. El coche ni siquiera conservaba la matrícula. Lo único que acertó a divisar fue el volante, que había quedado incrustado contra el asiento. Vallejo recorrió con la mirada el interior y a los pocos instantes cayó en la cuenta de algo que se le había pasado. «¡El volante está a la derecha!». Se trataba de un vehículo británico. Inmediatamente el inspector trató de serenarse. Si lo pensaba bien, no era algo tan extraño. Gran cantidad de británicos, alemanes y personas de otras nacionalidades europeas vivían en el sur de la Comunitat Valenciana, especialmente en la zona de Benidorm, y en cierta medida esa era una de las carreteras por las que podían pasar.
-Señor-, escuchó Vallejo a su espalda. Herraiz iba acompañado por un hombre menudo, con gafas, que tenía pinta de científico de laboratorio, de esos que ven pocas horas al día la luz del Sol. Su tez blanquecina le delataba.
-Este es Vicente García, el técnico que ha estado analizando el vehículo. Me ha dicho que tiene algo sólido-, explicó el subinspector a modo de presentación.
Vallejo se le quedó mirando, lo que el técnico entendió como una invitación formal a andarse sin rodeos. -Señor, a falta de confirmación oficial que auspicie lo que hemos estado investigando, este accidente no fue una casualidad. Alguien cortó los frenos del vehículo.
El inspector cerró los ojos con fuerza. Si lo que aquel hombrecillo les estaba diciendo era cierto, los dolores de cabeza seguían in crescendo. -¿Quiénes eran las víctimas?-, inquirió Vallejo.
-No tenían documentación encima, pero si me acompaña le muestro los cuerpos-, contestó Herraiz. Los cadáveres estaban tapados con una lona blanca, a la espera de que se oficializara el levantamiento de los mismos. -Le aviso, señor, de que no están en muy buen estado. El golpe ha sido muy violento-, añadía al tiempo en que levantaba la tela.
Efectivamente, los cadáveres estaban desfigurados, pero no lo suficiente como para que Gustavo Vallejo no sintiera un escalofrío en su cuerpo y una flacidez en las piernas que a punto estuvo de llevarlo al suelo.
Los dos muertos, que descansaban sobre la carretera, eran los mismos individuos que unas horas antes habían prendido fuego a la casa en la que había encontrado aquella extraña nota.